Si lo hiciéramos como una descripción mecánica, vendríamos a decir que el románico es algo así como una sucesión de arcos, arquivoltas, ventanas lobuladas, vanos y capiteles esculpidos de manera frondosa e imaginativa. Pero lo que llama la atención es la capacidad de este estilo arquitectónico que dominó toda Europa durante casi tres siglos en la Edad Media para provocar emociones desde su aparente sencillez de concepto. La belleza de un cimborrio o de un triple ábside no es fácilmente descriptible con palabras técnicas. Habría que servirse de la mejor y menos rimbombante poesía, y ahí es donde el románico conecta con el alma del contemplador que acude a él de manera forzosamente inocente.
Es verdad que el románico puede llegar a ser lujoso, y ahí están algunas muestras excelsas en Alemania, Francia e Italia. Sin duda, catedrales como las de Pisa o Siena producen arrobo por su belleza, pero en cuanto a emoción y sabiendo siempre que este sentimiento responde a cuestiones personales, preferimos las pequeñas maravillas del románico palentino, por ejemplo, tan alejado de los mármoles toscanos.
La ermita de Santa Cecilia en Aguilar de Campoo, la del mismo nombre en Vallespinoso, la de Santa Eulalia en Barrio de Santa María, solitarias en lo alto de una loma o sobre una piedra recia, con apenas una nave, una portada y algunas ventanas con arcos trenzados o ajedrezados, incluso bajo la lluvia del diciembre más cerrado, son capaces de impactar al corazón dispuesto.
La majestuosidad de la modélica San Martín de Frómista, canon de escultura en capiteles en sus tres naves modélicas, sus ábsides armoniosos, sus remates exteriores profusamente labrados, sus dos torres cilíndricas… son un salto hacia arriba en la escalera de la belleza.
Y a un nivel sublime están el asombroso claustro de columnas labradas de manera casi aérea en el monasterio de San Andrés del Arroyo, los frisos de las portadas de la iglesia de Santiago en Carrión de los Condes y de la de San Juan Bautista en Moarves de Ojeda.
Un derroche escultural semejante en ambos casos, representando al Cristo Pantocrátor rodeado de los doce apóstoles, pero que en el segundo caso añade la excepcionalidad de que esa maravilla artística sin igual está en un pueblo de poco más de una decena de habitantes, lo que acentúa la sensación de reino divino en solitario sobre la estepa. El amable y septuagenario señor que tiene la llave del templo nos dijo: “Ya tienen que tener ustedes amor a esto para venir aquí desde tan lejos…” Pero cómo no caer rendidamente enamorado ante esa fachada de color rojizo…
Texto y fotografías: M. Muñoz Fossati es Periodista. Autor de ‘Un corto viaje a Creta’ y coautor de “Trenes por el mundo” (Anaya Touring) y el blog “Mil sitios tan bonitos como Cádiz”
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