Los rayos del sol acariciaban mi piel a través de la ventana del Alvia, atravesando veloz y elegante verdes campos de trigo amarillo. Del centro de la península y su alboroto me apeé en la ciudad con nombre doble, como el chileno que allá se llama Pedro y aquí Manuel: Vitoria – Gasteiz. Para unos, Vitoria, recordatorio de su pasado medieval, y, para otros, Gasteiz, de origen tribal que se diluye en el recuerdo de los libros de historia. Había leído sobre su reconocimiento como Green Capital allá por 2012, pero yo solo venía a ver a María. Y allí estaba ella, con su sonrisa sincera de siempre. Esta vez, sin embargo, su sonrisa vibraba de una manera más pausada, formaba parte del envolvente escenario, con la armonía de una tarde tranquila en casa. Paseando por la calle Dato y su humilde esplendor, los arboles nos abrían paso por sus sombras y frescor. En unos pocos pasos nos encontramos ya en la plaza de la Virgen Blanca, epicentro de la ciudad, poblada por gente de todas las edades: kuadrillas tomando potes y pintxos, adolescentes dejándose ver, mayores absorbiendo los rayos del sol… y bicicletas. Bicis pasando de largo. Bicis con carritos de niño. Bicis vintage manejadas por hipsters, bicis de titanio vestidas de sudorosos maillots, bicis con cestas llenas de verduras… Hileras interminables de bicis de toda condición, ordenadas, esperando a sus dueños en las calles, como caballos del lejano oeste a las puertas del “saloon”.
María me dijo que lo mejor era que callejeásemos por el Casco Viejo, la llamada “almendra medieval”, en alusión a la forma que sugieren sus calles vistas desde el aire. Cada una de estas, construidas en capas consecutivas a lo largo de los siglos, fue nombrada en función del oficio que en ella se llevaba a cabo. La Kutxi, la Pinto, la Corre o la Herre, (Cuchillería, Pintorería, Correría, Herreria etc.), conservan aún una personalidad diferente a las demás, un “rollo”, una atmósfera. Ascendimos por “Los Arquillos”, la inteligente solución arquitectónica que le dio el famoso Olaguibel, en el siglo XVIII, al inoportuno desnivel entre la parte vieja y el flamante Ensanche, y, de pronto, nos topamos con un concierto de swing y un montón de parejas bailando lindy-hop. Y así continuamos nuestro camino, entre bares de todo tipo y comercio local original, sin rastro de cadenas comerciales multinacionales. Finalmente llegamos a “la Kutxi”, la calle Cuchillería, en la que el ambiente, a menudo, se encuentra a las puertas de los locales más que dentro de ellos. Allí pasamos unas horas, hablando de la vida, bajando y subiendo los “cantones” que conectan las calles principales, comiendo pintxos, “gildas”, tomando riojas y cervezas.
Pero yo no había venido solo a tomar “potes” y callejear por estas calles estrechas, yo había venido a ver a María. Esa idea rondaba en mi cabeza cuando, de pronto, apareció la imponente dama, que, casualidades de la vida, también se llamaba María: la catedral vieja, la Catedral de Santa María, premio del Patrimonio Arqueológico Europeo 2019 “abierta por obras” que inspiró al famoso escritor galés Ken Follet en la creación de su novela “Los pilares de la tierra”, interponiéndose entre María y mis impotentes ganas de decirle que no solo había venido a verla y que me moría de ganas de dar un paso más hacia ella. Y, tras un último rioja en El Portalón, antigua posada de mercaderes situada en una torre-edificio gótica del siglo XV, esta me soltó sin piedad “a la cama, que mañana nos espera un día duro”, y ahí me dejó, como quien abandona a un bebé en un portal, independientemente del tamaño de este.
Al día siguiente nos citamos en el romántico parque de La Florida, el más antiguo de Vitoria-Gasteiz, de 1820, con sus estatuas y jardines afrancesados. Alrededor del kiosko de música pudimos disfrutar de una simpática imagen: los mayores más salseros de Vitoria bailando pasodobles. Enfrente me esperaba María, con dos bicicletas y una larga ruta en su GPS: recorreríamos el famoso “anillo verde” que rodea la ciudad, 30,8 kilómetros ininterrumpidos de parques y zonas verdes. Así que comenzamos a pedalear. Pasamos por el parque de Zabalgana, por Armentia y sus chalés de diseño y por el humedal de Salburua, donde pude acariciar a los corzos que, acostumbrados a los humanos, se acercan sin temor. Olarizu fue una parada especial en el camino: un pequeño monte, no más que una elevación en el terreno, pero cita obligada para vitorianos y vitorianas, cuando participan en la tradicional romería anual, degustando la típica alubiada (la alubia es junto con la patata el producto emblema de la provincia de Álava), bailando al son de gaiteros y trikitilaris y, sobre todo, ascendiendo a la cima desde la que observar su querida ciudad. Subir a Olarizu siempre es un buen plan para un vitoriano, ya sea a modo de tranquilo paseo o como circuito de entrenamiento diario.
«Recorreríamos el famoso “anillo verde” que rodea la ciudad, 30,8 kilómetros ininterrumpidos de parques y zonas verdes.»
Desde las alturas, contemplamos Vitoria en su abarcable y cómoda extensión, desde aquella perspectiva una maqueta en la que las catedrales, la nueva y la vieja, las zonas industriales, los nuevos barrios, repletos de niños y perros, o los pequeños pueblos colindantes de no más de 20 casas, se antojaban piezas de LEGO ensambladas, todas ellas, por un pegamento de vegetación. Alrededor de la ciudad, un cinturón de montes abrazaba la Llanada Alavesa: el Gorbea, el Macizo de Aitzgorri y Aratz, la cima del Anboto… Empujado por esta idílica escena, me dije “ha llegado el momento” y, antes de poder poner en práctica mi astuto plan, María interrumpió mi determinación: “¡Mira, mira! ¡Están haciendo parapente!”. Y la frase dejo mis intenciones suspendidas en el aire para estrellarse de golpe en un carraspeo.
Ya era domingo y María me acompañó de vuelta al origen del viaje. A través de la calle Dato se vislumbraba ya la antigua estación de tren, al fondo, alejando el éxito de mi misión a cada paso que dábamos. Y en ese momento en el que, antes de contar tres, llega el segundo de la verdad, María me besó, haciendo gala de una naturalidad espontánea con la que, de golpe, todo cobró sentido. Una sonrisa recorrió mi estómago y, sin yo poder articular palabra, ella sentenció “me toca el próximo viaje”. Desde la ventanilla del coche 18 seguí su caminar sereno y cuando los motores empezaron a rugir y Vitoria-Gasteiz se emborronaba ya en el paisaje, me recosté en mi asiento, tranquilo, como quien llega a casa tras un largo y fructífero día.
Texto: Julen Urbano es filólogo y comunicador digital.
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