Albufeira es una calle larga empedrada en mosaico de mármol de dos colores, flanqueada por fachadas de azulejos, y que acaba en un túnel que desemboca en una grandiosa playa dorada de agua muy fría. También es esa playa, Praia dos Pescadores, presidida en su extremo oeste por una gran roca puntiaguda que parece haber surgido por su propio impulso de la arena, o que hubiera caído del cielo para clavarse allí. Y muchas marisquerías, y muchos turistas, claro. Es el Algarve, el Oeste de los árabes que se asentaron en la Península durante ocho siglos.

Es también un pequeñísimo mercado de pescado al aire libre que ya no lo es pero que lo fue con todo su mínimo ajetreo cuando las barcas varaban ahí mismo. Ahora es una placita llena de restaurantes, y es imposible que el pescado que cogen las barcas alcance para llenar tanto estómago forastero; pero conserva un encanto indudable.

Albufeira no es la capital del Algarve. Seguramente con más méritos y poder le reclamarían ese cetro Faro o Lagos, con tanta historia de navegaciones atlánticas que no cabe en toda la mar océana. Pero como concentra en ella misma y sus alrededores un buen número de playas estupendas, es sin duda el centro turístico de una región en la que sobran centros turísticos.

Suele cometerse con el Algarve portugués la gran injusticia de que es sólo una sucesión de magníficas playas. Esto es una gran verdad, y en Albufeira más aún, pero no aprovecharíamos nuestra recomendable estancia si no intentáramos encontrar, buscar al menos, otra verdad, la verdad, detrás de tanta tienda de recuerdos, de tanto menú despersonalizado y tanto bronceador. Intentemos entonces visitarla cuando no hace calor, cuando en las terrazas se encienden los calentadores para reforzar el efecto abrigo del chaquetón, cuando nos sentimos más dueños de los espacios, simplemente porque tenemos que compartirlos con menos gente.

Albufeira entonces nos enseñará esa callejuela que sube hacia la iglesia, o esa fachada decrépita con varias capas de colores, puertas clausuradas con candados herrumbrosos y vistas solitarias del Atlántico desde una capilla resplandeciente de portada manuelina, para recordarnos que, pese a los pareos y los sombreros, estamos en Portugal.

Texto y fotografías: M. Muñoz Fossati es PeriodistaSubdirector de Diario de Cádiz. Autor de ‘Un corto viaje a Creta’ (Anaya Touring) y el blog “Mil sitios tan bonitos como Cádiz”

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