Hay quien puede pensar que la localidad malagueña de Antequera no es sino una tierra de paso rumbo a la capital malacitana, un punto del camino viario, o del ferrocarril de alta velocidad que allí tiene una parada. Pues bien… constatamos que se equivoca, pues esta población tiene mucho que ofrecer al visitante y bien merece una parada, quizás, incluso, una más larga estancia de la que en un principio se puede pensar.
Estamos en tierras de la Anticaria romana o de la Antaquira árabe, y en la que se pueden encontrar yacimientos arqueológicos y arquitectónicos milenarios, y un conjunto de la maravillosa naturaleza, en su proximidad, el Paraje de El Torcal, donde las formas caprichosas de rocas calizas, distribuidas por doquier, conforman uno de los paísajes más atípicos que pueden verse en Europa.
Simas, cuevas, rocas retorcidas que crecen hacia el cielo. Formas de diferentes útiles que son comunes a la vida cotidiana y que se quieren ver en este maravilloso recinto natural. Ahí están las piedras del tornillo, o del sombrero; se puede ver un ataúd, unos dados, unos prismáticos; unos cuernos de cabra montesa que quieren rasgar con su altura las nubes…
Pero la maravilla natural, la prehistoria, la historia, el pasado, el presente, el futuro… Todo pasa por admirar otro conjunto único en esta parte de España, y desde luego de Europa y, por qué no, del Mundo. Se trata del conjunto de Dólmenes que pueden visitarse para extasiarse con unas obras maestras de aquellos primeros habitantes que nos dejaron estos recuerdos de su paso por esas tierras. Allí puede conocerse los dólmenes de Menga, de Viera, y como no, el Romeral. Es una historia pétrea, pero curiosamente, viva que hay que disfrutar.
Pero… no nos olvidemos de Antequera en sí misma, de la localidad, que allí también hay, tal y como me gusta decir, “piedras que escuchar”.
Por encima de todo el conjunto se eleva la Alcazaba, símbolo y recuerdo de la antigua estancia árabe en la comarca. Desde su cerro se puede observar una de las mejores puestas de sol que hay en Antequera, cuando la luz incide sobre las casas y el astro rey se va despidiendo de ellas, una por una, hasta ocultarse y dar paso a un cielo poblado de estrellas. Hay que subir hasta esta fortaleza, degustar como se merece el paseo por sus murallas, la Torre del Homenaje; la Torre Blanca; la Torre Albarrana de la Estrella; troneras, ventas de arco de herradura…
Abajo, queda mucho más, mucho. Tanto que es difícil describir en pocas líneas. Tan solo una mención especial a sus dos colegiatas. Sí, no se sorprenda, que Antequera tiene dos. La Real Colegiata de Santa María la Mayor, obra de transición entre el gótico y el renacimiento, construida entre los años 1514 y 1550, y en donde destaca la bóveda gótico-mudejar del Altar Mayor, entre otras maravillas que degustar en su interior. La otra, la segunda colegiata es la Real de San Sebastián, que ofrece un mayor conglomerado de estilos que va desde el renacentistas y plateresco, al barroco y al neoclásico.
Y con un buen paseo, un lento pasear por sus calles, se puede ir descubriendo un gran número de conventos de gran interés; el de la Madre de Dios, el de San Agustín o el de San José o… Para acabar ante el Real Monasterio de San Zoilo, fundado por los Reyes Católicos en el año 1500.
Evidentemente hay mucho más: iglesias, palacios con los que alegrarse la vista, esculturas, recuerdos de otros tiempos…
Pero, tal y como señalaba en el título de esta breve visión de Antequera, también es una tierra de caballeros. Hay una historia que demuestra que no todo en tiempos de convivencia de árabes y cristianos, era cuestión de guerrear, que también el honor imperaba en ambos bandos.
Tierra de leyenda
Dicen que el alcalde de Antequera y Alora, Rodrigo de Narváez, cabalgaba por sus tierras cuando se topó con un grupo de árabes, y tras un breve combate los hizo prisioneros, llevándolos con él hacia la población. Por el camino se fijó en que uno de ellos vestía ropajes de mayor calidad que los otros, y suponiendo que se trataba de un personaje de alcurnia, entabló conversación con él. Se trataba de Abidarraez, de la raza de los Abencerrajes, quien le dijo al alcalde que la tristeza que podía ver en su cara no era por haber perdido el combate, sino porque al estar preso no podía ir a desposarse con su amada Jarifa, que le estaba esperando, y que “ahora lo hará en vano”.
Rodrigo vio como las lágrimas aparecían en los ojos de aquel espigado joven, y no pudo evitar que se le hiciese un nudo en la garganta, y le planteo una solución:
Le dejaría ir libre a ver a Jarifa para que le explicase lo sucedido, si volvía después a Antequera en su calidad de prisionero. Lo que fue aceptado por el árabe.
Unos días después, Abidarraez y Jarifa se presentaron en Antequera ante el alcalde para iniciar la cautividad y responder así a la palabra dada. Rodrigo no pudo menos que destacar el honor del recién llegado que cumplía con lo acordado, y tomó la decisión de otorgar la libertad a la pareja, que se convirtieron en marido y mujer.
Dos semanas más tarde llegaron hasta la puerta de la población unos emisarios del abencerraje, portando seis mil escudos y unos hermosos caballos, con lo que mostrar su agradecimiento por el trato recibido. Pero el alcalde los devolvió, porque como cuenta la leyenda; Rodrigo acuñó una de esas frases que merecen pasar a la historia:
“No acostumbro a robar a las damas, sino servirlas y honrarlas”.
Texto: J. Felipe Alonso es Periodista y Escritor, estudioso de leyendas y costumbres.
Fotografía portada: Paco CT / Visualhunt
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