Seguramente es una locura innecesaria, dos mil quinientos años después de que todo empezara allí para la civilización occidental, recomendar una visita a Atenas. En realidad, visto que vuelve a ser milenios después un destino de moda, más valdría no cantar más las alabanzas de esta capital común de todos, para que la estancia no resulte un darse codazos unos a otros en los sitios más señalados.
Así que esto es más bien, digamos, una información útil, una invitación a la pausa, a que la estancia en la ciudad de Pericles, Aristóteles y Solón no sea una cita apresurada ni una colección de selfies con columnas dóricas al fondo sin saber lo que quiere decir la palabra ‘dórico’.
Atenas es desde luego el lugar donde murió, o fue hecho morir, Sócrates y donde esculpió Fidias tanto como escribió Eurípides. Pero también donde el emperador Adriano cayó enamorado de su historia, donde los bizantinos dejaron iglesias bellísimas, y los turcos otomanos su huella en forma de mezquitas. Y es por supuesto, la ciudad moderna avasallada, abandonada y castigada que siempre, hasta la última modernidad, ha sabido resurgir porque los cimientos son profundos y fuertes. Es un don propiedad de todos, y a amarlo nos debemos.
Así que, claro, ¡la Acrópolis, cómo no! Ahí está todo y sobre todo, sobrevolando la ciudad. En Atenas, cuando el día amanece no sale el sol sino la Acrópolis. Así que mejor ir a verla a esa hora, cuando aún no ha sido invadida por una multitud a la que se nota demasiado que, en su mayoría, no interesa, y que acude a asediarla con esa actitud que es más bien una afrenta, pero una mina de oro para el Estado, sin duda. Por eso, si pueden, a lo temprano de la hora añadan que el viaje sea fuera de temporada.
El Partenón y los templos que lo rodean son, evidentemente, el centro. No se puede dejar de visitar, como tampoco sería comprensible no acudir al Ágora Antigua y rendir culto también a la belleza tan bien conservada del Hefestion, menor pero más antiguo que el Partenón, asombro con todas sus columnas en pie en una pequeña elevación. Y el templo de Zeus Olímpico, herencia romana imponente aun con lo poco que queda sin derribar de su antiguo esplendor corintio.
Y cuando hayan cumplido con esto, dense el gusto de aislarse de las multitudes acercándose al Museo de Arte Cicládico y al Museo Benaki y al Museo Bizantino, tan próximos entre sí, y que componen un cuadro hermosísimo como resumen de la historia de este país tan pequeño y tan grande. Una historia que es presente vivo en el barrio de Plaka, turístico pero aún con calles recónditas. Busquen la Linterna de Lisícrates, entren al Museo de la Acrópolis, rodeen la colina sagrada por el paseo Dionisio Areopagita, trepen por el barrio de Anafiótika… Sean un poco más lanzados y suban en Monastiraki al casi centenario tren conocido como el ‘Eléctrico’, desciendan en la última parada, en el puerto del Pireo, que en contra de su aparente condición de estación término es el comienzo de tantas cosas, y embarquen en un ferry a cualquiera de los cientos de islas que forman Grecia.
Muchos dicen que Atenas tiene para poco más de un día, y no les falta razón para denostar su tráfico y el desorden urbanístico en ciertas zonas, pero lo cierto es que si se quedan un poco más, al tercero ya estarán haciéndose promesas de vuelta, porque siempre le quedará algo pendiente, aunque sea sólo aquel recuerdo tan oriental del Mercado Público, del rincón donde descubrió alguna taberna auténtica, en los barrios de Exarchía o Psiri, o de aquella colina en Filopapos, el Areópago o Pnyx sobre la que contempló como el sol poniente clavaba sus últimos rayos en los Propileos…
Texto y fotografías: M. Muñoz Fossati es Periodista. Autor de ‘Un corto viaje a Creta’ y coautor de “Trenes por el mundo” (Anaya Touring) y el blog “Mil sitios tan bonitos como Cádiz”
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