Fueron los mejores años de mi infancia. Estoy hablando de los doce primeros veranos que pasé en la estación de tren de Bercedo, en el norte de Burgos, apenas a 60 kilómetros de Bilbao. Mis padres, y por extensión también sus tres hijos (entre los que me encuentro), a finales de junio al llegar el fin de curso nos montábamos en aquel 600 de color azul, en el que cabía de todo y nos lanzábamos a la carretera. El destino no era un pueblo. Era una estación de tren. Apenas una docena de casas, y un bar que tenía de todo. Hacía las funciones de tienda de ultramarinos, chuches, lugar de encuentro y partidas de brisca… Lo mismo encontrabas una piruleta que una lata de sardinas o un saco de patatas. Casildina, Pepín y sus hijas Esther y Casilda se encargaban de que el bar y la estación funcionaran.

El problema se planteaba a la hora de comprar pescado, carne, fruta o pan. En el bar encontrabas cosas, pero no todas. ¡Qué tiempos! Así que estos productos llegaban en furgoneta. El pescado de Laredo, el pan del pueblo de Agüera y así sucesivamente. Bueno, la carne nos llegaba en tren. La encargábamos al jefe de estación, y llegaba al día siguiente en el ‘Mixto’, un tren que combinaba pasajeros y mercancías. Era como comprar ahora ‘online’ pero con Feve.

Fueron los años de aprender a andar en bici. ¡Las heridas que me hice en aquella ‘Orbea’ de mi hermano Rafa! O jugar al escondite entre vagones cargados de arena parados en vía muerta.

¡Nos conocíamos todos! Éramos pocos. Pero muy bien avenidos. Qué cangrejadas, setas, truchas, tortillas de patatas y paellas hacíamos en  casa o en el río… Crecimos fuertes y sanos. El clima también marcaba, perdón, marca lo suyo. Posiblemente, Bercedo sea uno de los pueblos más fríos del norte de Burgos, y ya no te quiero contar cuando baja niebla de La Peña…

El despertador no era necesario. Abríamos los ojos cada mañana con el sonido del silbido de las locomotoras al llegar a la estación, y con las campanas de Pepín anunciando la llegada del ‘Correo’, el ‘Mixto’ y los diferentes trenes mercancías; en su mayoría cargados de una fina arena de Arija. Pepín manejaba a la perfección  a pasajeros y trenes. Su flamante traje y gorra de plato me imponían. Era la autoridad. No se me olvidara la emoción que sentí cuando me dejó tocar la campana por primera vez, con su gorra de plato bailando en mi cabeza. ¡Qué honor!

Fueron años de guateques y discoteca. Mi hermana Begoña y su amiga Esther (hija del jefe de estación) disfrutaban en ‘La Colina’. La sala de fiestas de la vecina Espinosa de los Monteros. Yo, ajeno a todos aquellos ligoteos, bastante tenía con hacer cabañas en el río, pescar bermejuelas con botella o esconderme en el pajar de Luisa.

Era un poco trasto, lo reconozco, mi madre decía que movido. Nunca se me olvidara el día que sin saberlo, estábamos escondidos en una caseta cercana a las vías del tren, sin saber que desde allí se abrían y cerraban las barreras del paso a nivel de Noceco. ¡Menudo atasco que montamos con los coches que circulaban por la zona! Aquella tarde, Pepín nos encerró en el bar a todos los niños. Por unas horas el bar donde se vendía de casi todo, se convirtió en una pequeña cárcel de castigo. ¡Castigo merecido!

Son muchos los recuerdos que se acumulan en mi cabeza cada vez que paso por la estación de Bercedo. Todo cambia, pero aquellos primeros años de vida han quedado grabados.

El tren de la Robla sigue su camino. ¡Hasta la próxima estación!

Texto y Fotografía (archivo familiar): Juan Carlos Otaola es Periodista de Radio Bilbao SER

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