A orillas del río Bidasoa, frontera natural entre España y Francia, se encuentra una villa marinera, antaño, conocida con el nombre castellano de Fuenterrabía, que en euskera es el de Hondarribia. Una población que llama la atención tanto por su entorno natural, como por su casco histórico, y, sobre todo, por esa bahía donde se produce la llegada del Bidasoa al Cantábrico, donde su unen las aguas dulces con las saladas, y donde habita, vive, y no se deja ver en demasiadas ocasiones uno de los habitantes legendarios de la población, una ondina.
Traducido el origen del nombre de muy diversas formas, “vado de arena”; o, “fuente rápida”, Hondarribia cuenta con un impresionante casco histórico donde fue fundada, aunque posteriormente se haya extendido más abajo del promontorio en el que se ubicaba por aquello de mejorar las condiciones de vida, y por el agrupamiento de los pescadores en la concreción de su propio barrio. Hay que destacar el interés de su casco histórico que ha sido declarado Conjunto Monumental, y que está formado por el recinto amurallado, del que todavía se conserva bastante en lienzos de murallas y baluartes, así como las dos puertas de acceso a la plaza fuerte. En su interior se acumulan los edificios blasonados a ambos lados de las calles empedradas. Por ejemplo, el palacio de Zuloaga; la Casa Mugaretenea; el palacio de Eguiluz, donde supuestamente se alojaron Juana la Loca y su esposo Felipe el Hermoso cuando viajaban a Flandes; la Casa Casadevante…
Y, subiendo las cuestas se llega al punto principal del promontorio, a la Plaza de Armas de la fortaleza, junto a la cual se encuentra la iglesia parroquial de Santa María de la Asunción y del Manzano, de estilo gótico con añadidos renacentistas, que bien merece una visita. Junto a ella, otro de los símbolos de la población, el Castillo de Carlos V, convertido en un magnífico Parador de Turismo.
Y, precisamente, asomado a cualquiera de sus balcones, oteando el horizonte del Bidasoa en su encuentro con el Cantábrico, es cuando viene a la mente del visitante la búsqueda de ese personaje singular que dicen habita entre las aguas dulces y saladas. Se trata de una Encantada, de una Lamía o Lamiak, de una ondina, de una cuasi sirena, aunque disfruta más de las aguas del río que las del mar. De gran belleza, rubia de larga cabellera que emplea un peine de oro para alisar su pelo. De buen humor, aunque dispuesta siempre a defenderse ante quien le quiere quitar el peine. No se deja ver en exceso, sobre todo en estos tiempos tan modernos, tecnológicos y deshumanizados que ha hecho huir, esconderse, y, cada vez fiarse menos de los hombres a estos seres que algunos califican de mitológicos, que es tanto como decir “no existentes”, y que sin embargo los que los buscan más con el corazón que con los ojos, suelen encontrar y ver en la distancia.
No obstante, les voy a aproximar a una leyenda que se cuenta en la población sobre este personaje. Se dice que estando un día, hace mucho, mucho tiempo, tranquilamente peinándose a la orilla del río, una mujer se le acercó en silencio y dándole un fuerte tirón le arrancó el peine, huyendo con él. Entonces, la ondina, enfurecida por el robo, trató de maldecirla, pero no pudo porque en ese momento sonó la campana de la iglesia llamando a misa.
Pero para que no todo sea mitológico, debo contarles otra historia para que cuando visiten esta villa marinera tenga otra inquietud que añadir a ese recorrido de obligación que hay que hacer por el pintoresco casco del barrio de pescadores y por el histórico recinto. Se refiere al castillo de San Telmo, que fue construido bajo el reinado de Felipe II y que cuenta con fantasmas. Tiene en su interior una serie de mazmorras que con la llegada de la pleamar se cubrían con el agua hasta poder llegar a ahogar a los presos allí encerrados. Y precisamente alguno de esos espíritus son los que se dice que aparecen cuando la pleamar alcanza cotas determinadas, vagando por las habitaciones del castillo, hoy en día de propiedad privada, y que se pueden escuchar gemidos que provienen de los sótanos.
Hay más historias, pero lo importante no es lo que yo les cuente aquí, sino lo que pueden encontrar recorriendo calles y rincones. ¡Y si están allí a primeros de septiembre, no se pierdan el Alarde, la fiesta que conmemora la liberación del asedio a que fue sometida la ciudad en el año 1683 por parte de los franceses durante la Guerra de los Treinta Años, y durante el cual se rinde homenaje a la Virgen de Guadalupe por considerarse que gracias a su ayuda se pudo soportar un cerco de 69 días. Es el Alarde más antiguo del País Vasco, y en él participa una compañía de mujeres. Al asomarse al Bidasoa, y contemplar la frontera natural con Francia, viene a la mente aquel recorrido que hacía don Miguel de Unamuno durante su exilio en el país vecino en la década de los años veinte del siglo pasado, cuando iba todos los días a ver desde el otro lado fluvial su querida tierra española, para no sentirse exiliado. Era una obligación que cumplía a diario.
Llega el atardecer. El Sol se va poniendo, y la bahía, poblada de numerosos barcos va tomando un color especial, un colorido que sólo se puede observar aquí y ahora. Tan sólo queda acercarse al barrio del puerto a tomar un refrigerio, una buena copa de txakoli, y dejar volar la imaginación.
Texto: J. Felipe Alonso es Periodista y Escritor, estudioso de leyendas y costumbres.
Fotografía portada: Eso2 / Visualhunt
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