Hacía 20 años que no nos veíamos. Y os aseguro que estaba- realmente- nerviosa.

No sé cómo explicaros, pero haciendo un breve resumen: peluquería (teñir, cortar, peinar), compra de mascarilla nutritiva efecto radiante, comprar un vestido nuevo y un jersey “chulo” por si luego no me gustaba el vestido nuevo, elegir braguitas fucsia a juego con el vestido, pillar de paso un sujetador a juego con las braguitas, adquisición de un cepillo de dientes de viaje… Como veis, iba sin pretensiones a la cita.

Llegado el día «D», me dispuse a prepararme unas tres horas antes del momento acordado. He de reconocer que suelo disfrutar mucho de estos previos, aunque luego el dormitorio quede siempre como si el huracán Katrina hubiera estado buscando algo perdido. Y perdonad la falta de modestia, pero es que realmente tuve un día acertado. Comprobé mi “obra» varias veces antes de salir, recreándome gozosamente en el resultado: estaba radiante, me quedaba genial el conjunto elegido (que, por supuesto, resultó no ser ni el vestido, ni la ropa interior, ni el jersey para la ocasión comprados), me acompañaba el buen humor y mi ex se quedaba todo el finde con los gatos.

Nada podía salir mal. Salvo que te llames Antonia, claro, y tengas un histórico a tus espaldas que bien podría aparecer en la revista “Vidas idiotas”. Pero no nos adelantemos. De momento todo iba perfecto.

Para colmo, hacía un sol espectacular, lo cual me hizo más feliz si cabe, al comprobar que no se iban al traste los 70 eurazos que me había gastado en peluquería. Llegué justo tres minutos antes de que lo hiciera el tren, y esta vez sí me traje la tarjeta de abono transporte. ¡¡¡Yupiii!!! Qué contenta estaba.

A la salida de la estación de Alcalá de Henares noté cómo algunas personas se me quedaban mirando al pasar. Esto me agradó, pues corroboraba mi buen presentimiento. Ya cerca de la Plaza Cervantes un chico bien mono también me echó un vistazo, lo que me produjo un subidón extra. Fue entonces cuando comencé a levitar, continuando el trayecto sin que los pies tocaran el suelo. No hacía falta, ya que flotaba ligera y graciosamente… acto seguido un pequeño agujero se abrió en el cielo y un rayo de luz me iluminó directamente. Me sentía una diosa. Qué pasada.

«Llegué justo tres minutos antes de que lo hiciera el tren, y esta vez sí me traje la tarjeta de abono transporte».

Llegó el momento de situarme frente a él, y con la mejor de mis sonrisas, saludé a mi cita. Entonces me miró fijamente para, a continuación, realizar el gesto de llevarse las manos a la boca y mover los dedos señalando abiertamente la zona aledaña, consiguiendo así, de un plumazo, mi aterrizaje forzoso en la Tierra.

Finalmente soltó: “Anto, llevas toda la cara manchada de rojo. Pero una barbaridad, chiquilla”. Y es que resultó que al ponerme la mascarilla en el tren, se debió de correr todo el pintalabios rojo chillón que llevaba, quedándome la cara que parecía el Joker. En aquel instante entendí que aquella gente que me estuvo mirando absorta al caminar, lo hacía porque realmente era un cuadro abstracto andante.

Acto seguido, mi futuro examante sacó un clínex de su bolsillo y ofreciéndomelo, entre risas, me dijo: “Desde luego, querida, no has cambiado nada”, anunciando con aquella frase lo que sería el principio del fin…

Texto: Antonia Mejías es terapeuta y relatora