En Zamora la luz es brillante y el aire huele a buen vino y a leña. Con esa idea bajé del tren después de pasar tres días maravillosos en esta preciosa ciudad. En el viaje de ida disfruté de mil paisajes que volaban al otro lado de la ventanilla del tren. Desfilaban ante mis ojos una multitud de tierras de diferentes colores regadas de haces de luz que se colaban entre las nubes.
A mi lado viajaba Eva, mi compañera del instituto treinta y tantos años atrás. Me había hablado muchas veces de su ciudad, su historia, su inigualable románico, su gastronomía, sus viñedos infinitos, su río y sus molinos.
Pero esta vez, me hablaba desde otro punto de vista. El de una niña que volvía en tren a pasar unos días de vacaciones a la casa de sus abuelos. Me contó cómo se le aceleraba el corazón cuando notaba que el tren empezaba a aminorar la marcha anunciando la inminente llegada y todo lo que eso conllevaba. Ya antes de bajarse del tren, con la nariz pegada al cristal de la ventanilla, casi siempre conseguía divisar entre la gente que esperaba en el andén a sus tíos que la esperaban con sus primos, todos con una amplia sonrisa contagiosa en la cara. Besos, achuchones y abrazos, seguían a la misma frase año tras año desde el principio de su memoria: “pero qué grande estás, ya estás hecha toda una mujercita”. Y ahí daban comienzo unos días inolvidables llenos de risas, celebraciones familiares y aventuras.
Al bajarme del tren comprobé que todo estaba allí y que todo superaba con creces lo imaginado. Recorrí sus calles empedradas descubriendo en cada rincón una postal conservada a través de los años como si el tiempo se hubiese detenido. La Iglesia de la Magdalena, el Castillo de doña Urraca con unas inigualables puestas de sol, la Catedral y su cimborrio adornado con mil cigüeñas en perfecta armonía, el colorido teatro azul cielo a juego con el de esas tierras y las orillas del Duero adornando amorosamente la ciudad en toda su magnitud.
Y en todas y cada una de estas postales aparecía Eva, haciéndose fotos con su traje de comunión junto a la muralla del castillo, paseando de la mano de su abuela por la Rúa de los Francos camino de la pastelería para merendar los mejores amarguillos del mundo, cogiendo renacuajos en el parque de los Pelambres o junto a las Aceñas de Olivares dando su primer tímido beso de amor a Raúl, un amigo de su primo que llevaba toda la vida poniéndose colorado cada vez que ella le miraba.
En el camino de regreso a última hora de la tarde, el paisaje se desdibujó rápidamente al otro lado de la ventanilla. No ocurriría así ni en mi memoria ni en mi cámara. Desde entonces guardo toda una entrañable colección de postales a todo color de Zamora.
Texto y Fotografías: Sonia Martínez Jiménez es Escritora, fotógrafa y viajera
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