Espero que me perdonen por utilizar como titular el nombre de una maravillosa película del director suizo Alain Tanner, quien en el año 1983 llevó a cabo el rodaje de una de las mejores descripciones que se puede hacer del sabor que guarda en si esa “Ciudad Blanca” que conocemos con el nombre de Lisboa. Sus escenas con los tranvías retorciéndose para viajar por las tortuosas calles de sus barrios populares, son uno de los clásicos que se deben de retener en la retina. Y aunque luego les hablaré de un tranvía en particular, creo que lo mejor es comenzar una visita, sencilla, al sabor de la tradición, de la cultura, de la sorpresa, del sentimiento, del Fado, desde una estación de ferrocarril. Situémonos en la Estación de Rossio, una joya arquitectónica del siglo XIX.

El centro está próximo, es el corazón de Lisboa. Desde allí se puede llevar a cabo cualquier itinerario para disfrutar del sabor lisboeta, de su historia, de su tradición, de su cultura, y de su gastronomía. Yo, con su permiso voy a ofrecerles unas pinceladas, incentivar su deseo de viajar hasta aquí si no han estado nunca en la capital de Portugal, y si ya lo han hecho, ayudarles a recordar algunos de sus más pintorescos lugares.

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Un recorrido desde el corazón

Estamos situados en el Rossio, desde allí es fácil seguir paseando por el barrio de la Baixa, por ése que está vivo, que cada día demuestra que aquella destrucción del terremoto de 1755 y su posterior reconstrucción le ha permitido salir de sus cenizas como un ave fenix, con mayor fuerza. Recorrer la calle Augusta, quizás una de las más turísticas de la ciudad, observar a derecha e izquierda cómo se estructuró de nuevo el barrio después de ese desastre natural, y antes de llegar al río Tajo, dejarse elevar del suelo por el Elevador de Santa Justa, un ascensor de estilo neogótico que da una primera impresión de lo que puede verse desde el cielo.

Pasar por debajo del arco que corona la Vía Augusta, permite llegar a otro de los puntos álgidos de la ciudad, la plaza del Comercio a orillas del Tajo. Un punto de encuentro donde coger alguno de los tranvías que pueden ser definitivos en la admiración de lugares de inusitada belleza. O incluso pasear por la orilla del río, aunque para ello les aconsejo otra zona de la que hablaré a continuación.

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Permítaseme un inciso; se puede cruzar el Tajo, el estuario conocido como el Mar de la Paja, donde el río se une al Océano Atlántico, e ir a Cacilhas y degustar un buen bacalao al gusto portugués.

Tranvía rumbo a Belem, mejor en uno de los antiguos, de los amarillos, que en los modernos, siempre que se pueda. La parada frente al Monasterio de los Jerónimos permite admirar en toda su amplitud esta maravilla arquitectónica de estilo manuelino, mandado construir por Manuel I en homenaje a los navegantes de la época de los descubrimientos en general, y en particular a Vasco de Gama tras su regreso de la India. En su interior se puede admirar, entre otras particularidades, las tumbas del propio Vasco de Gama, la de Luis Camoes o la de Fernando Pessoa. Y atravesando la avenida está uno de los símbolos lisboetas al borde del Tajo, la Torre de Belem, una construcción de control para los barcos que entraban y salían de la ciudad. Un canto a la nostalgia.

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Y ya que estamos en Belem, antes de volver a coger el tranvía para regresar a la Plaza del Comercio, una parada en la tradicional pastelería de la zona y tomarse un pastelito de belem, o quizás dos, y si hay tiempo y ganas, acompañarlo con una copita de oporto.

De regreso a la Plaza del Comercio, hay que buscar la parada del tranvía 28, el que va a permitir bordear el tradicional y marinero barrio de Alfama, donde la tradición y el azulejo conviven con un laberinto de calles y con el fado. Cuesta hacia arriba, el tranvía va dejando atrás la Baixa, e introduce al visitante hacia otros dos símbolos de Lisboa: la Catedral Sé, con sus torres góticas y su fuerte cuerpo de fortaleza, y coronando la ladera, en uno de los puntos más altos desde donde dominar el panorama que ofrece la ciudad, el majestuoso Castillo de San Jorge.

Otros paseos imprescindibles

Bajando a pie por la estrechas calles se puede regresar al punto neurálgico de esta “ciudad blanca”, desde donde comenzar otros paseo hacia otro de los lugares que son imprescindibles conocer, al menos en una primera visita.

Andando, lentamente, admirando lo que alrededor hay, se llega hasta el Chiado, hasta el Barrio Alto, los dos juntos. Su punto de unión puede considerarse la Plaza de Luis Camoes. Allí está una de esas cafeterías con solera que jalonan varias zonas lisboetas, esta vez se trata de A Brasileira, y junto a ella una escultura de Fernando Pessoa, inmortalizada por las mil y una fotos que a diario se hacen los turistas. Es un recuerdo de que esta parte de Lisboa es la de los bohemios, de los intelectuales y artesanos. Cerca la Iglesia del Carmo, en ruinas, pero muy interesante.

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Comienza a atardecer, y aprovechando que se está en el Barrio Alto, hay que llegar hasta el Mirador de San Pedro de Alcántara, y desde allí contemplar como refulge la blancura de Lisboa, como incide el sol en la “Ciudad Blanca”. Y para descender hacia el centro, hacia la principal arteria de la población, la Avenida de la Liberdade, nada mejor que coger el Elevador de la Gloria, una nueva experiencia.

Queda mucha Lisboa por conocer, mucha por degustar. La Plaza de España, el Museo Gulbekian, merendar en la cafetería Versalles, perderse por las otras calles de Lisboa, o ir hasta el Oceanográfico y montar en un funicular para admirar la fuerza del Tajo en su desembocadura, pero  como dijo alguien, eso es otra historia.

Texto: J. Felipe Alonso es  Periodista y Escritor, estudioso de leyendas y costumbres.

Fotografía portada: Lorenmart /Visualhunt

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