No hay ninguna duda, hay ciudades que destacan por diferentes motivos y circunstancias, por su historia, por sus monumentos, por su cultura, por sus gentes, por…; pero hay alguna, pocas, pero sí las hay que sobre todo destacan por poseer un “color especial”, y es, sin ninguna duda, Sevilla una de ellas.
Desde la Plaza de España a los Jardines de Murillo; cruzando el barrio de Santa Cruz, por sus laberínticas y estrechas calles cargadas de historias de amores y desamores, de espera ante rejas pobladas de flores, o quien sabe si con el sonido, aún mantenido en las paredes de algunas de sus blancas casas, del chocar de los aceros de las espadas de los duelistas, hasta la entrada de los Alcázares Reales, y siempre con la calle del Agua junto a tan gloriosas murallas.
Desde los Alcázares hacia la Catedral, con una parada, corta o larga, según sea el gusto del viajero, en la Bodega Santa Cruz, donde no falta una buena tapa de “pringa” (cuidado con el acento, que aunque no lo lleve hay que pedirla como si lo llevase y además es preferible arrastras la última vocal, es decir: “Una pringaaa”.
Y allí, en medio de una plaza , aparece una de las maravillas que nos dejaron nuestros antepasados árabes. Allí esta la Giralda, una torre de la que se dice que existe otra similar en Marrakech, la Koutubia. Puede que sea similar, pero Giralda, lo que se dice Giralda, sólo hay una, y esa está en Sevilla.
La Catedral, que decir de ella, cuando se abre ante los ojos del visitante con todo su esplendor, y no se puede dejar de recorrerla de norte a sur, de este a oeste, por sus naves, de admirar su altar mayor, de…; pero quizás, siempre, o casi siempre, con el pensamiento de subir por las rampas que permiten alcanzar el cielo sevillano en la torre emblemática de la Giralda. Coches de caballos acampan por doquier en esa plaza, mimándola y ofreciéndose para poder tener una experiencia única. Recorrer las calles de la ciudad y su parque de María Luisa, a trotecito ligero con el sonar de las campanillas de los jamelgos.
Y luego, hacia el centro moderno, hacia la plaza del Ayuntamiento, hacia la típica calle de la Sierpe. Otra parada más, en el cruce con la calle Tetuán, un alto en el camino para degustar una “tortillita de camarones”, rechupete puro que llevarse al paladar con una buena cerveza fresquita
El paseo continúa adentrándose en otras calles sevillanas, llegando hasta la plaza de Becquer, o preguntando por la Casa de Pilatos, un lugar que bien merece la pena conocer. Y aún quedan otros puntos señalados en el mapa del viajero…
Camino del Guadalquivir, de este río al que los árabes pusieron nombre y lo llamaron así, “río señor”, para darse de bruces con la Torre del Oro, verdadero punto de idas y venidas de los barcos que remontaban el río desde su desembocadura para llegar a Sevilla. Y un poco más allá la Plaza de la Maestranza, punto álgido para aquel al que gusten los toros. Pero… sigamos, hay que visitar mas zonas.
¿Dónde está la Macarena? Búsquenla.
¿Triana? Si hay un barrio andaluz, sevillano que no sevillista, es el de Triana. Junto a su puente, que cruza el Guadalquivir, se encuentra todo una fiesta para los sentidos gastronómicos con sus fritos y rebozados. La Alameda de Hércules; Palacio de las Dueñas, y el de los Marqueses de Algaba; e incluso, puede apetecer aproximarse a la Isla de la Cartuja, merece la pena.
Atardece, y hay que volver al barrio de Santa Cruz para aprovechar la noche, para callejear por su interior y respirar, con suerte, el aroma de sus tiestos… Sin embargo, es desde la Giralda donde el paisaje urbano gana fuerza, desde donde se puede apreciar que sí, que Sevilla tiene un algo diferente, tiene un Color Especial.
J. Felipe Alonso es Periodista y Escritor, estudioso de leyendas y costumbres.
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