Esta vez mi destino es Oviedo. Será unos días repletos de reuniones de trabajo. También estarán salpicados por alguna que otra visita cultural, agradables paseos por sus magníficos espacios verdes, sus calles y sus plazas, reuniones con amigos con degustación gastronómica incluida y lo que surja.
El tren se pone en marcha. El asiento de al lado va libre. Me dispongo a abrir mi libro para disfrutar de una plácida lectura en esos momentos de relax que me brinda este medio de transporte.
A los pocos minutos una señora muy entrada en años pasa buscando su asiento. Finalmente ella será mi compañera durante las siguientes horas. La ayudo a colocar su pequeña maleta y me da las gracias con una sonrisa y una mirada luminosa que hace desaparecer cualquier signo de vejez en su cara surcada por mil y una arrugas.
Pronto empezamos a charlar de cómo ha cambiado el tiempo, de lo bonita que está la estación de Atocha, de los paisajes tan impresionante que se ven desde nuestra ventanilla…
En un suspiro pasamos de ahí a lo bonito que es Madrid, pero lo mucho que extraña a su Oviedo en cuanto pasa más de una semana fuera. Me cuenta orgullosa que su hija hace años que se trasladó a la capital por amor. No por trabajo ni por conocer mundo, fue por amor. Y vuelve esa sonrisa, aunque con un punto de melancolía. Porque ahora, si quiere pasar más tiempo con sus dos nietas, casi siempre le toca a ella hacer la maleta. Ya se sabe, con los trabajos y los colegios a ellos les resulta mucho más complicado, y ella tiene todo el tiempo del mundo.
A lo largo del viaje me cuenta su vida a través de retazos y momentos fundamentales que me dan, a grandes rasgos, una visión completa de su historia. Intuyo una vida repleta de dificultades, de grandes pasiones, de desencantos y de esperanza. Me lo cuenta con tranquilidad, sin dejar que esa sonrisa que parece acompañarla siempre desaparezca incluso cuando lo que narra son situaciones desgarradoras.
De la conversación deduzco que le falta poco para cumplir los 80. Pero ella se siente joven por dentro. Le duelen los huesos, claro, y ha perdido algo de oído y de vista, pero se ha acostumbrado a vivir sola y tranquila, y así quiere seguir. Su hija insiste en cada visita que se traslade a Madrid, pero ella se resiste a dejar ese verde tan intenso que rodea su ciudad y que la ha acompañado desde niña, esas calles en las que el sol, cuando brilla, brilla como en ningún otro lugar y sus amistades de toda la vida.
La miro ensimismada mientras habla pausadamente y pienso que, efectivamente, esta es una de esas mujeres que es capaz de sostener el mundo con sus brazos y que disfruta sin prisa de cada momento como tiene que ser, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Texto y Fotografías: Sonia Martínez Jiménez es Fotógrafa, Escritora y Viajera.
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