A orillas del Mediterráneo hay numerosas ciudades que reivindican su importancia a la hora de hablar de aquel Mare Nostrum que reclamaron los romanos en su Imperio. Sin embargo, hay una en especial que sabe conjugar el contraste que se puede apreciar entre la luz que ofrecen el ir y devenir de sus olas y el cielo azul. Y esa población no es otra que Valencia, donde se puede observar, respirar y encontrar la verdadera esencia del Mediterráneo, de ese mar tan nuestro, que tan bien supo captar la visión de un artista tan singular como Joaquín Sorolla.
Visitar la Valentia Edetanorum (Valor de los Edetanos) de los romanos; la Medina at Turab o Ciudad de la Arena de los árabes, por encontrarse a orillas del río Turia, más tarde conocida, en época de las Taifas como Balansiya, o la del actual nombre Valencia, es tener que considerar un sin fin de posibilidades, de paseos, de itinerarios, de monumentos que reconocer, y sobre todo, de dejarse llevar sin prisas, con la mirada en el horizonte por alguna de sus playas, donde arena, agua, aire y fuego de su luz se conjugan para que el visitante sí pueda decir que está viendo el Mediterráneo, el que cantaba y sigue cantando Joan Manuel Serrat con aquella estrofa que todo lo agrupa en un sólo sentido, en un único sentimiento:
“A tus atardeceres rojos
se acostumbraron mis ojos
como el recodo al camino”.
La llegada no puede ser más espectacular. Se trata de recorrer unos pocos metros desde la moderna estación ferroviaria Joaquín Sorolla, para presentarse ante la primera joya arquitectónica de Valencia, la antigua estación de ferrocarril, llamada en la actualidad Estación del Norte. Una obra cumbre del modernismo valenciano, cuyo interior habla de lo que en su momento, 1906/1917, representaba en este país el tren, cómo se conjugaba el moderno medio de transporte con el reconocimiento que le brindaba la arquitectura. En su vestíbulo, verdadera obra de arte, se puede apreciar una riqueza ornamental de considerables dimensiones. Allí, la madera, el metal, el vidrio, el mármol y el azulejo se unen para ofrecer una aproximación de lo que se puede encontrar en la Valencia del Cid.
Desde allí, se pueden elegir mil y una posibilidades para recorrer el casco antiguo, atravesando la Plaza del País Valenciano, centro neurálgico de la celebración de la principal festividad de la ciudad, las Fallas y su mascletá. Su lanzamiento de cientos de cohetes, su ruido infernal, pero alegre que ofrece la pólvora durante el homenaje a San José. Elijan ustedes el camino que quieran, pero primero desvíense un poco lateralmente para visitar La Lonja, cuando la vean, sabrán porqué se lo digo.
Nos adentramos en la zona antigua, allí nos espera la Catedral de Santa María, del siglo XIII, de arquitectura gótica mediterránea, con recuerdos románicos y apéndices barrocos y neoclásicos. Su interior es espectacular. Pero si hay algo más destacable en este conjunto, es su campanario, (¿su minarete?) el famoso Miguelete, una buena subida con una visión singular de la ciudad. Y observen en la puerta de entrada, gótica, de la catedral, el escudo. Es importante, porque recuerda que el primer escudo de la ciudad era referente a “una ciudad amurallada sobre olas”.
¡Cuidado¡ que cerca está la Basílica de la Virgen de los Desamparados, la conocida entre los valencianos como la Geperudeta, por existir una imagen de la misma que se muestra enconvarda. Es la patrona, la que recibe una oferta floral durante las fiestas.
Un alto en el camino no viene mal para poder degustar en cualquiera de los locales que están en los alrededores de la catedral una clásica horchata y rebobinar en la cabeza todas las imágenes de lo que hasta el momento se ha visto.
Hay muchas más cosas que ver, porque Valencia es “mucho”. Tan solo elegir. Porque el segundo paseo importante es fundamental. No obstante, recuerde el visitante que hay un mercado circular muy interesante, diferente, o el primer edificio religioso tras la catedral, donde estaba el priorato de la Orden de San Juan de Jerusalén, San Juan del Hospital. El recuerdo de las murallas a través de las Torres de Serrano, o la parte más moderna, la Ciudad de las Artes y de las Ciencias; en Puente de Calatrava…
sí, ha llegado el momento de coger un transporte, el metro, por ejemplo, para acercarse a la esencia, a ese mar Mediterráneo que nos hace sentir de otra forma. Allí, paseando por la recuperada Malvarrosa, o pisando la arena de la Patacona, dejándose acariciar por el agua que va y viene, sin importar fecha del calendario, de puede entender la luz que irradian los cuadros de Sorolla, la paz con la que la imaginación de Blasco Ibañez pudo juntar letra a letra sus novelas… Pero seamos egoístas, por una vez. Es la sensación que cada uno capta del lugar sin tener que depositarla en un lienzo, en una obra literaria o en una partitura, eso es lo importante.
Ahí está el Mediterráneo, ahí está Valencia, que tiene a su alrededor algunos otros lugares de interés, de lo cuales se puede hablar en un futuro próximo, porque, sin ir más lejos, la Albufera es merecedora de otro relato.
Y aunque yo no nací en el Mediterráneo, sí busco poder disfrutar de sus atardeceres rojos, de su cielo azul y de su vaivén infinito.
Texto: J. Felipe Alonso es Periodista y Escritor, estudioso de leyendas y costumbres.
Fotografía Portada: Turismo Valencia
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