“Todo viaje es una travesía de nombres. Que los nombres y las cosas coincidan es a veces la mejor garantía de que nada nos amenaza en el mundo que sigue su propia marcha sin oponer resistencia”.

(David le Breton en “Elogio del caminar”)

Estación Berlin Ostbahnhof.

Lo difícil de un viaje que uno emprende por su cuenta es prepararlo y, sobre todo, imaginarlo. La antesala de la partida se llena de incertidumbres, reales o figuradas. Ahora, en la balanza pesan más los monstruos al acecho que los gozos buscados.

Escribo estas líneas en la estación Berlin Ostbahnhof mientras espero a montarme en un tren de los Ferrocarriles Rusos que debe llevarme desde la capital alemana hasta Minsk, en el corazón de Bielorrusia.

¿Qué me inquieta? En este momento es más corto enumerar aquello en lo que confío. Estoy convencido de que el tren que me va a transportar, fabricado por Talgo para la compañía rusa RZD, arribará con comodidad y seguridad en mi destino, tras 16 horas de un viaje nocturno;  un bálsamo antes de ser arrojado a la incertidumbre.

¿A qué temo? A las fronteras, los visados, a la caligrafía cirílica, a mi incapacidad para los idiomas, a no orientarme en el metro, a las limitaciones de internet. Temo a lo que no se parece a mí, temo a lo desconocido, que a la vez es lo que me impulsa a iniciar el viaje.

El tren de Talgo que hace la ruta Berlín-Minks-Moscú.

Me inquieto, pese a que ya he visitado Rusia, Uzbekistán, Kazajistán, Kikiristan en esta parte del mundo y he disfrutado de una hospitalidad y confianza que, tal vez, en España no otorgamos a las gentes de estas latitudes cuando nos toca hacer de anfitriones.

Volver a viajar de noche en tren es como recuperar un olor de la infancia. El convoy ha salido de Berlín a las 20,22 horas y, aunque los días alargan, en los primeros vaivenes de la ruta el otro lado de la ventanilla ha mutado a negro. Reclinado en el sillón la marcha, que no es de vértigo, me mece en pequeños latigazos laterales.

Volver a viajar de noche es como recuperar un olor de la infancia.

La ausencia de perspectiva exterior y el movimiento, envuelve en una experiencia de útero. Estoy volcado conmigo mismo, pero sé que hay alguien fuera que me transporta sin posibilidad de que se tuerza mi destino. Durante un sueño largo y reparador, siento diversos tipos de traqueteos que atribuyo al distinto estado de las vías y a la velocidad cambiante que permiten alcanzar al tren.

Frontera

El cruce de fronteras de la CE a la Federación Rusa, entre Polonia y Bielorrusia, se produce hacia las seis de la mañana. Sin respeto por el sueño, un joven uniformado reclama visados y pasaportes. Compara durante largo rato a la persona que tiene enfrente con la fotografía del pasaporte y recurre a un sofisticado artilugio portátil en el que deben estar atrapados los perfiles de todos los malos del mundo. Como no comparezco, frota insistentemente la banda magnética de mi pasaporte exigiendo una coincidencia. Al fin admite mi inocencia y vadeo con aprobado la primera prueba de fuego.

Amanece. Por la ventanilla pasa interminable un paisaje que advierte la primavera. Los árboles apuntan un brote verde jugoso, mientras en el suelo dominan el agua y los tonos marrones de hierba abrasada por las heladas. El tren alcanza Minks.

Estación de Minks.

Calor en las distancias cortas

Las calles de la capital bielorrusa son inmensas avenidas y el tiempo benigno no logra disipar un rastro de frío endémico. Ciudad helada en las distancias largas, se vuelve cálida cuanto logras establecer contacto con su habitantes. Pero ¿cómo?…

Un español no políglota puede entenderse en inglés con un bielorrusos que tampoco sabe otro idioma que el natural de su país. Tienen ellos peor conciencia que tú de hablar un pésimo inglés y se esfuerzan sobremanera por hacerse entender… y al final, sin grandes filosofías, se logra la conexión.

Los metros son los templos laicos de la época comunista.

Los ferrocarriles metropolitanos de origen soviético nacieron como templos del ‘pueblo liberado’ en unos años en que se destruían iglesias en la superficie. El suburbano de Minsk no es una excepción y su simbología de templo laico no resta un ápice a su espíritu práctico. En un empeño para que el foráneo no se asuste, no se despiste, no se pierda, escriben los nombres de las paradas del metro en alfabeto latino, junto al cirílico (igual que los de las calles). Así el metro es la manera más cómoda, e increíblemente barata, de moverse por la ciudad.

Escriben las paradas y calles también en alfabeto latino.

 Ellas y ellos

Entre los jóvenes se descubre la tiranía del cuerpo, ¡y qué cuerpos! Juraría que en los varones abrazan una moda “Lenin” con poco pelo, bigote escueto y barba afilada de revolucionario. Ese líder antiguo cuya descomunal estatua hace sombra a uno de los principales centros comerciales de la capital. Al estilo japonés, el ‘mall’ está soterrado bajo la inmensa plaza de nombre Lenin, y con luz natural que recibe a través de unos lucernarios gigantes.

La comida, tan barata como el metro, tiene toque alemán. Cerdo, codillo, embutido, arenques y una excelente cerveza. Aquí hay más gusto por la alimentación que entre los vecinos germanos, lo que no es difícil. El evidente éxito de la alimentación basura, no eclipsa una cuidada culinaria local entre la que destacaría la ensaladilla, que también aquí se llama rusa.

Lenin preside ahora un centro comercial.

Epílogo

Entre los miedos de primera hora no supe incluir a otra de las bestias negras del viajero. Ya de retirada hacia el aeropuerto de Minsk el taxista intenta despistarme 15 rublos bielorrusos. El precio fijo por el traslado es de 45 rublos bielorrusos. Le doy 60 y pretende despedirse con las gracias. Breve intercambio de reproches en el que el contrario interpreta mi protesta, aunque no entienda mis palabras, ni yo las suyas. Al fin me devuelve 10 rublos.

Ahora, con la sensación confortable de la prueba superada en la espera del próximo despegue, los horrores iniciales se convierten en nada. La retrospectiva de lo aprendido y disfrutado transforman en ridículo el estrés consumido sin necesidad. También los prejuicios y el supremacismo que envenenan nuestro equipaje de viajero.

Nos inquieta lo desconocido, lo que no es igual a nosotros mismos. Pero la busca de la diferencia, de lo desconocido, es lo que impulsa compulsivamente al viaje. En el mundo globalizado tendemos a mimetizarnos;  si lo diferente desapareciera lo inventariamos. Y así hasta la próxima escapada.

Texto y Fotografías: Antonio Ruíz del Árbol es Periodista / @adelarbol

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