Hoy he quedado con mi hija. Hace más de un año que se trasladó a Barcelona por motivos laborales. Cuando me contó que se iba a vivir a más de 600 kilómetros de casa pensé que después de todo, con los tiempos que corren, podía considerarme afortunada. En un principio confiaba en que se quedara en el Continente Europeo, así que cuando por fin me dijo cuál era el destino, lo primero en lo que pensé fue en la frecuencia de los trenes y la duración del trayecto sintiéndome enormemente afortunada.

Y aquí estoy, camino de la estación de Atocha dispuesta a pasar con ella un estupendo fin de semana en esa bella ciudad.

Son las 10 y media de la mañana. Acomodada en mi asiento noto como el tren empieza a deslizarse suavemente hacia su destino. En menos de tres horas estaremos juntas en la estación de Sants.

Me ha comentado que ha reservado mesa para comer en un nuevo restaurante vegano cerca de Las Ramblas. Por la tarde, iremos a ver alguna película al cine, a alguna exposición o buscaremos algo interesante en alguna de las curiosas tiendas del Raval.

Mañana pasearemos por el Parque Güell. En esta época del año brilla aún más. Y por la tarde, antes de volver a la estación, si la meteorología es propicia, nos acercaremos a la playa de la Barceloneta a tomarnos una copa y a ponernos al día de las novedades de estas últimas semanas. Las nuevas tecnologías en materia de comunicación hacen que la distancia no se note tanto, pero nada como la presencia física, el contacto visual y los abrazos reales.

Y así, casi sin darme cuenta, vuelvo a notar cómo el tren empieza a deslizarse suavemente de regreso a mi ciudad. En menos de tres horas le pondré un whatsApp a mi hija diciéndole que ya he llegado a casa, que he tenido un viaje estupendo y que la quiero.

Texto y Fotografías: Sonia Martínez Jiménez es Escritora, fotógrafa y viajera

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