Contemplando los bisontes y las otras pinturas que aparecen representando tiempos pasados en esas paredes rocosas, el visitante puede evadirse e intentar alcanzar el “éxtasis” que supone tener el honor y, el orgullo, de poder estar frente a algo único, a eso que siempre me ha gustado destacar, y que esta vez es además mucho más importante y real: “las piedras nos hablan”.
Y nos hablan de unos tiempos de 15.000 a 6.000 años anteriores a nuestra presencia en el mundo; a unos tiempos en los que las cuevas, las cavernas, eran el refugio, el hábitat de los antepasados de los cántabros y por extensión de los españoles. Y allí, en esas paredes, esos hombres y mujeres llamados, eufemísticamente, “primitivos” demostraron que podían dejar para la posterioridad una muestra de cómo era su vida. Altamira es eso, un viaje al pasado y al conocimiento a través de este museo pictórico, calificado, a mi juicio de forma injusta, “la Capilla Sixtina del Arte Rupestre”, cuando realmente debería denominarse a la obra de Miguel Ángel en el Vaticano, “la Altamira del Renacimiento”.
Pero dejando atrás esas consideraciones, hay que disfrutar del recorrido, un viaje que se hace con poca gente y para el que es preciso tener el permiso oportuno pidiéndolo con el plazo de tiempo que marcan las visitas. Es increíble lo que se puede ver y sentir recorriendo galerías. Es, sin lugar a dudas un paso a un tiempo ancestral, a un momento místico de la historia de la Humanidad.
No obstante, Santillana del Mar es algo más, mucho más deberíamos decir. Villa de tinte medieval, con calles empedradas que discurren entre palacios y construcciones de espléndido corte. La conocida por algunos como la “villa de las tres mentiras”, pues ni es “santa”, ni “llana” y el “mar” queda algo lejos, aunque próximo, ofrece una cantidad tal de posibilidades culturales, artísticas y de admiración turística, que nadie da importancia a ese dicho.
Situados en la Plaza Mayor de Ramón Pelayo, comienza la aventura de la historia, el recorrido calle empedrada arriba, calle empedrada abajo, cualquier dirección es buena para poder sumergirse en uno de los pueblos más bellos y hermosos de España, que cuenta con la particularidad, y eso es importante, de que todo su casco histórico se debe de recorrer a pie, sin sentirse importunado por algún vehículo. Un poco de aire en los pulmones y…
Aquí el antiguo Monasterio de San Juliana, del siglo IX, que pasó en el XII a ser la Colegiata de Santa Juliana, principal exponente del arte románico de Cantabria. Hay que visitarla, y si antes se apuntaba el éxtasis con las pinturas rupestres, se puede decir algo semejante ante la belleza de su claustro. Pero el camino continúa, porque ¿quién sabe que historias o leyendas se han vivido encima de estos adoquines?, o qué tradiciones guardan en su interior construcciones como las Torres de Merino y Don Borja, o los espléndidos palacios de Torre de Velarde o de Barreda; y que decir de las casas del Aguila o La Parra. Todo en un conjunto que derrocha, que “desparrama” belleza, historia y que emociona a quien los ve y disfruta con el recorrido por la población.
Y para reposar, nada mejor que elegir entre uno de los dos edificios singulares que forman parte de la cadena de Paradores del Estado, el de Gil Blas, o el de Santillana, propiamente dicho. Puntos de encuentro desde donde apreciar, aun más, lo que se ha visto, lo que se está visitando y lo que queda por recorrer y conocer. Porque Santillana ofrece todo lo que un visitante puede desear, ya que es la población, con perdón de las demás, más interesante y bella de la Cornisa Cantábrica.
Pero no se debe acabar de hablar de este lugar sin mencionar a un personaje popular, a un travieso duende que forma parte del folclore popular. Es el Trenti, muy burlón, que se esconde en el bosque y gasta bromas a las mujeres. Hay varias leyendas unidas a su existencia, pero eso, como se suele decir, es otra historia. Lo mismo que la de la famosa cala de Santa Justa, a “media legua” de Santillana, en las proximidades de la villa de Suances, donde una cueva que solo puede verse con la marea baja , recuerda la existencia de un eremita, de un anacoreta que vivió allí en el siglo VIII.
Y si no quieren cenar todavía, pues una merienda típica, en cualquiera de las confiterías o pastelerías que se pueden encontrar a lo largo y ancho del casco histórico. Una merienda a base de leche y bizcochos, y ¡qué bizcochos!
Texto: J. Felipe Alonso es Periodista y Escritor, estudioso de leyendas y costumbres.
Fotografía portada: Gillem Pérez / Visualhunt
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