Cuando decidí tener hijos di por hecho que durante los primeros años los buenos momentos irían acompañados de las famosas malas noches. Contaba con que a medida que mis retoños fueran creciendo esas noches en vela serían cada vez menos habituales. Con el paso del tiempo incluso olvidé que aquello alguna vez ocurrió.

Pero muy de vez en cuando, afortunadamente, a pesar de que mi hijo ya tiene 23 años, me despierto en medio de la noche y me lo encuentro en la cocina con la cara descompuesta preparándose un vaso de leche caliente para tomarse una pastilla para que le baje la fiebre…  Y en apenas unos segundos hago un viaje de retroceso al tiempo en el que apenas era un bebé y vuelve a salir la madre que llevo dentro.

Cuándo tienes un hijo de corta edad y llegas con mala cara al trabajo argumentando que te ha dado una noche toledana tus compañeros empatizan contigo. Ese mismo argumento no sirve si tu hijo está a punto de cumplir un cuarto de siglo. Da igual que haya estado toda la noche vomitando y con 39 de fiebre. Esa reunión que tienes dentro de escasas horas en Valencia no es aplazable.

Me dirijo a la Estación de Atocha. Una vez sentada en mi cómodo asiento junto a mi jefa respiro profundamente para tomar fuerzas. Abro mi ordenador para mostrarle todo el trabajo que tan minuciosamente he preparado durante las últimas semanas para que todo salga según lo esperado. Mirándome discretamente me pregunta si me encuentro bien. Le cuento escuetamente la noche tan entretenida que he tenido y continuo con el repaso de las notas. Ella, que siempre ha sido muy intuitiva, coge tranquilamente mi portátil y me sugiere que me relaje y descanse un poco mientras le echa un vistazo a mi trabajo.

Parpadeo una vez, dos veces, tres… Lo siguiente que recuerdo es su mano moviendo delicadamente mi brazo para que me despierte y vuelva a la realidad.

Estamos llegando a Valencia, -me susurra con una voz suave y una sonrisa-. He repasado tus notas y está todo perfecto. He pensado que después de la reunión, si te apetece, podemos ir a comer uno de los mejores arroces del mundo y aún nos dará tiempo para dar un paseo por La Ciudad de las Artes y las Ciencias antes de coger el tren de vuelta a Madrid.

El sueño ha sido reparador y mis fuerzas están renovadas. La jornada transcurre a las mil maravillas. Atardece cuando llegamos a la estación. Con la maravillosa geometría y los inconfundibles brillos de esta ciudad grabados en nuestra retina nos sentamos nuevamente en nuestros asientos de vuelta a casa.

Como cantaba Violeta Parra en una de mis canciones favoritas doy “gracias a la vida” por todo lo que me ha dado: entre otras cosas unos hijos estupendos con una salud aceptable, la mejor jefa que nadie puede desear y un medio de transporte que me permite cruzar media Península en un abrir y cerrar de ojos disfrutando de unos maravillosos dulces sueños.

Texto y Fotografías: Sonia Martínez Jiménez es Escritora, fotógrafa y viajera

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