La ventanilla con el cuadro de madera y dos cierres laterales que bajaban horizontalmente, era el juego en el que queríamos entrar todos los niños que desde muy tierna infancia viajábamos en tren, en unos ferrocarriles de carbón y vapor que recorrían, con cierta dificultad y no muy altas velocidades (para el momento actual serían consideradas quizás ridículas) las diferentes infraestructuras viarias españolas con su “cha ca cha” sonoro. Y ese deseo era el de poder ver en alguna curva la máquina soltando humo y avanzando con el constante movimiento de sus ejes. Y ahí es donde aparecía una de nuestras amigas, “la carbonilla”. Ese pedacito pequeño, minúsculo de carbón que daba en la cara y ¡cuidado¡ que incluso podía penetrar en los ojos. Pero daba igual, era el deseo de ver funcionar ese portento mecánico capaz de en ¡puff¡ muchas horas llevarte de un lado a otro de España.

Los que hemos sido del transporte ferroviario de toda la vida, tenemos un recuerdo, quizás romántico, de aquellos primeros años de Renfe. Evidentemente uno es mayor pero no tanto como la Compañía que ha cumplido ya 80 años, fundada el 1 de febrero de 1941, y de esos muchos años de uso del tren como su principal medio de transporte guarda recuerdos imborrables, algunos de los cuales me gustaría transmitir por eso, porque como ya he dicho, tengo un cierto sentimiento romántico ferroviario que para los que no conocieron aquellos tiempos del vapor y el carbón, pueden parecer utópicos.

Sí. ROMÁNTICA, con mayúsculas, porque cuando cruzábamos las tierras de La Mancha, por las cercanías de las toledanas localidades de Corral de Almaguer y Quintanar de la Orden, nos bajábamos del tren en marcha, cogíamos uvas de las viñas y volvíamos a subir al convoy, tal era la velocidad a la que íbamos. Porque camino de Alicante, de las playas levantinas, la máquina se paraba en Alcázar de San Juan, donde estaba dos horas detenida para poder cambiar de vía y avanzar hacia tierras mediterráneas. Y entonces aparecían los vendedores de las famosas “tortas de Alcázar”; las rifas de caramelos…

Porque en aquellos años había tres clases en los trenes, primera, con asientos de tela; de segunda, que llamábamos de “butapercha”, plastificados, y luego, los más usados por nosotros y por más gente, la tercera, la popular, bancos de madera a los que había que acostumbrar esa parte anatómica donde la espalda pierde su bello nombre. Una clase donde se daba, en efecto, eso que se ha visto en las películas; compartir comida y bebida, una buena tortilla, un poco de chorizo… Nosotros agua, los mayores un trago de una bota de vino…

Sí. Eran otros tiempos que luego fueron poco a poco desapareciendo. Con siete años ya pude hacer un viaje en la primera línea electrificada en el país, era entre Madrid y Segovia, y conocer de primera mano las primeras operaciones de las cercanías madrileñas. Y luego llegaron los otros trenes. De repente apareció una de esas maravillas de la tecnología española, el Talgo, que con sus 120 kilómetros por hora revolucionó el transporte ferroviario, aunque no al alcance de todos los bolsillos.

Juntos, la tradición y la modernidad fueron avanzando en el ferrocarril nacional. Y poco a poco, se iba llegando a lo que hoy en día se ha convertido la Red Nacional de Ferrocarriles Españolas (RENFE), a conseguir tener la mejor red europea de alta velocidad. A contar con la operación de unos trenes que hacen honor a su denominación Ave, porque en verdad vuelan sobre los raíles cuando cogen más de 300 kilómetros por hora de velocidad.

Pero ya no pueden bajarse las ventanillas ni admirarse en la curva cómo la máquina coge fuerza y echa humo, porque mi amiga carbonilla se ha ido. Si ya se que todo ahora es mejor, mucho más cómodo, más rápido, más adecuado al medio ambiente, e incluso se puede empezar a elegir entre el operador ferroviario que se quiera con la entrada de competidores con Renfe, pero… Pediré disculpas anticipadas a los que no me entiendan o quieran entender, peo echo en falta a mi amiga carbonilla.

Texto: J. Felipe Alonso es  Periodista y Escritor, estudioso de leyendas y costumbres.

Fotografía portada: Calafellvalo / Visualhunt