Casi siete meses. 207 días habían pasado desde la última vez que se vieron. Y sin embargo, en cuanto se miraron, los recuerdos vividos junto a él revivieron al momento en su cabeza.

Intentaba hablar despacio, procurando que sus palabras cayesen l e n t a m e n t e; soñaba así – ingenua – que lograría frenar, un poco, el tiempo. Pero éste prefirió correr a un ritmo frenético,  burlándose una vez más de ella. Y así, minuto a minuto, continuó siendo testigo impotente de cómo se iba desvaneciendo su esperanza.  De nada le sirvió planificar cuidadosamente el encuentro, las palabras acariciadas, las risas provocadas…  él permanecía inerte a cada uno de sus encantos.

Cuando finalmente  miró el reloj y sonriéndole pidió la cuenta, ella sintió una opresión en el pecho, como si una fuerza extraña estuviese estrangulando su alma. Apenas le quedaban unos minutos más y seguía sin conseguir… NADA.  Y si estaba segura de que ya no era amor ¿Por qué entonces le estaba doliendo tanto?

Permanecieron en silencio durante el recorrido a la estación de tren. En la entrada a Atocha se despidieron, aunque antes  ella le abrazó muy fuerte, intentando colmarse de él todo lo que pudo, mas  lo único que consiguió fue que le sobreviniera un vacío inmenso. Cuando al fin se separaron, le dijo que se había alegrado mucho de verla. Ella, con una mueca de tristeza,  le susurró el último adiós, y se dispuso a avanzar hacia el andén. Pasados unos segundos se giró. Pero no se encontró con su mirada.

Texto: Antonia Mejías es terapeuta y relatora