Suena el despertador y antes de poder abrir los ojos a mi mente acude esa frase: ¡por fin es viernes! Ha sido una semana especialmente complicada.

Mis padres andan por los ochenta y tantos y me siento afortunada por poder seguir disfrutando de su compañía. En las reuniones familiares, observo cómo sonríen con una expresión de eterna gratitud con la vida al sentirse rodeados de todos nosotros. Pero algunas veces sus cuerpos, curtidos en mil batallas, parecen protestar por tener que seguir adelante. Y esta semana los dos han protestado a la par.

Tras interminables momentos de angustia, noches durmiendo en incómodos sillones a los pies de sus camas, carreras de un hospital a otro intentando cuadrarnos entre toda la familia para estar con ellos y cuestiones ineludibles en el trabajo, ha llegado el momento de que regresen sanos y salvos a casa. Otra batalla ganada.

Cuando llego a mi trabajo intento poner al día todo lo acumulado. La mañana pasa volando y al fin parece que todo vuelve a estar en orden.

A la salida me encuentro con mi marido esperándome con un taxi en la puerta. Su amplia sonrisa y un “Nos vamos por ahí” es toda la explicación que me brinda, y lo cierto es que no necesito más. El fin de semana empieza bien. Supongo que iremos a comer a algún sitio estupendo. Pero no.

Cuando llegamos a la estación  y el coche se detiene. El taxista abre el maletero y saca mi pequeña maleta. Mi cara de sorpresa se transforma inmediatamente en mi cara de felicidad. Paso olímpicamente de la maleta y me cuelgo de su cuello. “Contigo al fin del mundo” le digo después de darle un beso.

Unos minutos después estamos sentados cómodamente en nuestros asientos. Aun desconozco el destino. Vamos hacia el norte. Atravesamos la sierra de Madrid con sus cumbres blanqueadas por las recientes nevadas. Poco después nos dirigimos al coche restaurante y pedimos algo de comer. Ya en nuestros asientos nos acurrucamos y embelesados con las postales cambiantes que desfilan al otro lado del cristal nos sumimos en un placentero sueño. Cuando abro los ojos estamos cerca de Valladolid. A estas alturas las imágenes hospitalarias de los días anteriores se empiezan a desdibujar en nuestra memoria. Continua el viaje y para cuando nos apeamos en Gijón  esas imágenes apenas son un lejano recuerdo.

La ciudad nos recibe con su inconfundible olor a mar. El fin de semana se nos va paseando por la playa de San Lorenzo y la de Poniente, visitando sus ruinas romanas, disfrutando de las insuperables vistas desde el cerro de Santa Catalina junto al monumentalElogio del Horizonte” de Chillida, callejeando por la Cimavilla y saboreando “unes parroches”  acompañadas de un culín de sidra mientras nos deleitamos con la puesta de sol desde la cuesta del Cholo.

Ya de vuelta a casa miro por la ventanilla y observo nuestro reflejo en el cristal. Vuelve a mi memoria el primer viaje que hicimos juntos hace ya muchos años. Y al igual que mis padres, sonrío con esa expresión de eterna gratitud con la vida por ser tan benévola conmigo.

Texto y Fotografías: Sonia Martínez Jiménez es Fotógrafa, Escritora y Viajera.

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